domingo, 14 de agosto de 2011

Fallecidas

Está cada cosa en su lugar,
quieta y latiendo,
como si nada.
Y ellas no saben
(y yo sé),
el polvo que cargan
aun no es suficiente.

Están las cosas viviendo en la casa
como siempre,
latiendo quietamente,
a la espera,
en la frontera del movimiento
y a punto del uso doméstico.
Ellas no saben
(pero yo sé)
y son huérfanas ahora
de vida y de sentido.

Las cosas todas,
muertas e impávidas,
en paz serena reposan,
quietas y sumisas.
Ellas no saben
(y yo sí sé)
y todo yace aquí,
ido.


viernes, 12 de agosto de 2011

Anillos de ceniza


a Cristina Campo
Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.

Alejandra Pizarnik

Una tribu de palabras mutiladas


Fui de a poco con las ganas hasta que al fin el cuerpo me llegó a tu puerta.
Cuando estaba allí batí palmas para llamarte a mi lado y reencontrarnos.

(Es que extrañaba tu presencia, tu esencia y tu precisa incongruencia.)

Y luego porque quería exprimirte un rato esa tribu de palabras mancilladas, tan grotesca y bélica y hermosa, que vive entre todas las tribus que te viven.
Para unirlas a esa cofradía de palabras mías, sedientas de puntas de flecha y cánticos, que vive entre todas las cofradías que me viven.

Como si no se hubieran vuelto locos nuestros seres de solo hallarse en su reencuentro, alguno (vos o yo) lo hizo poesía.

Allá afuera las lluvias

Tenía manos pequeñitas. Necesitaba largas tardes para apreciar entera a la suavidad de sus largas piernas.
Ese no era el problema, gozaba de una larga paz, sonreía y esperaba, paciente como nunca nadie antes.
Tenía los bracitos fuertes, firmes y cortitos. Debía sentarse en la tina tibia en las tardes y aguardar, admirando su cuerpo, a La Amiga que enjabone y enjuague su espalda, en especial aquel centro inexistente, aquel abismo asomándose a los omóplatos.
Ese era el problema. La insoportable ignorancia de un sector oculto de si misma, el vacío profundo e invisible siendo el entero conocimiento que tenía de una parte de su ser, la imposibilidad de sentir qué había allí o si había algo allí.
Andaba por la casa sin espejos, casi vacía, solitaria, y llena de silencios. Cada tanto La Amiga tocaba alguna canción atestada de silbidos, pidiéndole que baile.
Pero no bailaba. La vez que lo hizo se sintió tonta, insípida y desenfrenada. Repetía, en los atardeceres sin silencios, que prefería cerrar los ojos como cuando soñaba, pero logrando que los sueños se hicieran realidad y se sintieran como son: un melodioso sonido.
Usaba polleras largas y claras, porque le provocaban una felicidad inexplicable, que le llegaba desde la raíz y su naturaleza fantástica.

El día que el temporal quiso ayudarla por primera vez, desencajó una ventana con su furia de tormenta e hizo bailar la pollera con su caricia de céfiro. Ese día lloró sin saber por qué, sintiendo que un mar se le abalanzaba desde el centro y le hablaba, le gritaba verdades veladas que no oía, no alcanzaba. Desde esa mañana de fuertes lluvias, a cada gota que soltara el cielo corría a abrir todas las ventanas para volver a sentirse plena, amada por el viento.

La última noche, La Amiga trajo frutillas y las arrasaron con crema y otras delicias. La Amiga se equivocó por primera vez, cuando comentó, justo antes de dar el bostezo que precede a la calma larga de la noche, que allá afuera las lluvias de fin de primavera hacían brillar a las frutillas hasta convertirlas en hermosas gemas.
Allá afuera las lluvias se repitió, observando a la noche desde una ventana mal arreglada. Durante toda esa noche lloró y buscó los terrenos desconocidos de su espalda con sus manos pequeñitas, pero sus bracitos cortitos sucumbían ante el cansancio y a los impedimentos de su triste naturaleza.
Entonces, fue cuando el temporal quiso ayudarla por segunda vez. Soplando despacito, hizo que su pelo largo se enredara y le acariciara el mentón y los hombros y entre cabello y cabello negro que daba vueltas y revoloteaba ante sus ojos húmedos, delicadas plumitas blancas le besaron los pómulos enrojecidos y los labios tristes.
Rió, a carcajadas, por primera vez.
Fue tan bella su risa, que el cielo se emocionó y, cuando ella sintió la tierra mojada lamiéndole los pies descalzos por primera vez, le resbaló un pequeño frío de agua a lo largo de la espalda, deteniéndose en el centro para oírla suspirar.
Y para que las nubes le contaran entera la suavidad de sus largas alas, alzó vuelo entre primeras risas y nuevos suspiros.

jueves, 11 de agosto de 2011

Universos o ser

Tu boca como metáfora en un universo,
los labios de un ente aislado.
Desconectada y conectada con lo externo,
con lo que no eres.

Bésame con el mar que llevas sonriente,
con ese mar que no es ningún otro mar,
que a ningún otro se parece.

Tu boca que me quiere, tu lengua,
y aun así solo ellas pueden poseerte.

¿Ves lo sola que has nacido, ajena?
¿Lo ves cuando te entregas y sigues tuya?

Bésame aunque no haya remedio,
y a lo abstracto no accedan nuestros cuerpos.

Bésame despechada, terca e insistentemente.
Es que generas libertades si rechazas detenerte.

Tu boca que es de un ente separado,
que a ti sola pertenece
y que tú sola comprendes.

Bésame que pasando el límite de tus besos
tienes un mundo en el que no penetro
y al que compongo.

Tus ojos que claman eternidades
sólo ellos pueden apreciarlas.
Míralas, que eres la única que las ha visto,
como yo solo tengo lo que mis ojos generan.

Bésalas, que eres la única para amarlas,
como yo solo puedo amar lo que mis besos tocan.

¿Ves, ajena, cómo es que naciendo pariste un mundo?
¿Ves que es sólo tuyo y que eres suya?

Unámonos, ajena, para simbolizar una utopía:
la de deshacernos en la libertad del ideal.

Unámonos, queridísima y ajena,
por el gusto de querer el imposible
a pesar del imposible.