Tenía manos pequeñitas. Necesitaba largas tardes para apreciar entera a la suavidad de sus largas piernas.
Ese no era el problema, gozaba de una larga paz, sonreía y esperaba, paciente como nunca nadie antes.
Tenía los bracitos fuertes, firmes y cortitos. Debía sentarse en la tina tibia en las tardes y aguardar, admirando su cuerpo, a La Amiga que enjabone y enjuague su espalda, en especial aquel centro inexistente, aquel abismo asomándose a los omóplatos.
Ese era el problema. La insoportable ignorancia de un sector oculto de si misma, el vacío profundo e invisible siendo el entero conocimiento que tenía de una parte de su ser, la imposibilidad de sentir qué había allí o si había algo allí.
Andaba por la casa sin espejos, casi vacía, solitaria, y llena de silencios. Cada tanto La Amiga tocaba alguna canción atestada de silbidos, pidiéndole que baile.
Pero no bailaba. La vez que lo hizo se sintió tonta, insípida y desenfrenada. Repetía, en los atardeceres sin silencios, que prefería cerrar los ojos como cuando soñaba, pero logrando que los sueños se hicieran realidad y se sintieran como son: un melodioso sonido.
Usaba polleras largas y claras, porque le provocaban una felicidad inexplicable, que le llegaba desde la raíz y su naturaleza fantástica.
El día que el temporal quiso ayudarla por primera vez, desencajó una ventana con su furia de tormenta e hizo bailar la pollera con su caricia de céfiro. Ese día lloró sin saber por qué, sintiendo que un mar se le abalanzaba desde el centro y le hablaba, le gritaba verdades veladas que no oía, no alcanzaba. Desde esa mañana de fuertes lluvias, a cada gota que soltara el cielo corría a abrir todas las ventanas para volver a sentirse plena, amada por el viento.
La última noche, La Amiga trajo frutillas y las arrasaron con crema y otras delicias. La Amiga se equivocó por primera vez, cuando comentó, justo antes de dar el bostezo que precede a la calma larga de la noche, que allá afuera las lluvias de fin de primavera hacían brillar a las frutillas hasta convertirlas en hermosas gemas.
Allá afuera las lluvias se repitió, observando a la noche desde una ventana mal arreglada. Durante toda esa noche lloró y buscó los terrenos desconocidos de su espalda con sus manos pequeñitas, pero sus bracitos cortitos sucumbían ante el cansancio y a los impedimentos de su triste naturaleza.
Entonces, fue cuando el temporal quiso ayudarla por segunda vez. Soplando despacito, hizo que su pelo largo se enredara y le acariciara el mentón y los hombros y entre cabello y cabello negro que daba vueltas y revoloteaba ante sus ojos húmedos, delicadas plumitas blancas le besaron los pómulos enrojecidos y los labios tristes.
Rió, a carcajadas, por primera vez.
Fue tan bella su risa, que el cielo se emocionó y, cuando ella sintió la tierra mojada lamiéndole los pies descalzos por primera vez, le resbaló un pequeño frío de agua a lo largo de la espalda, deteniéndose en el centro para oírla suspirar.
Y para que las nubes le contaran entera la suavidad de sus largas alas, alzó vuelo entre primeras risas y nuevos suspiros.